Fui "embolsador" en un supermercado por dos años, iba tres veces por semana y ganaba buen dinero. Mis compañeros eran muy agradables, tranquilos, buenos para hacerse bromas, no era un trabajo al que se iba a estar callado y serio. Las cajeras eran un poco reticentes a la idea de conversar durante el horario de trabajo, pero con el tiempo se fueron acostumbrando a tener un joven con quien conversar durante el turno y comentar algunas situaciones. Los clientes de ese supermercado eran muy amables, la mayoría era gente de medianos o bajos recursos, conversadores, tranquilos, comprensivos si te tenían que esperar a que terminara mi trabajo. De vez en cuando, me tocaba ver algún operativo de los guardias de seguridad para retener a alguna persona que quería robar, algunos de esos operativos eran entretenidos de ver, aunque no creo que haya sido entretenido para los guardias que terminaban sangrando o esquivando balas.
Cuando tenía dos semanas de trabajo cumplidas, comencé a percatarme que había un caballero que siempre iba a la hora de almuerzo a comprar algún alimento preparado y listo para comerse. Era un señor vestido con ropa muy vieja, pero limpia, con una barba de tres días y con pelo bastante largo.
Todos los días llevaba su comida y una pequeña flor, pagaba con muchísimas monedas y la cajera me miraba y me transmitía un sentimiento asesino hacia el hombre por hacerla contar todas esas monedas sucias y frías. Todos y cada uno de los días, este hombre iba con sus muchas monedas y compraba su comida y su flor.
Una vez saliendo del trabajo me percaté que alguien estiraba la mano para pedirme una moneda, cuando me detuve para entregársela vi que era el mismo caballero, sobre un colchón de cartones y con muchas frazadas viejas encima, porque hacía mucho, mucho, mucho frío. Le entregué unas monedas y del alma me salió el instinto de preguntarle porqué gastaba el poco dinero que tenía en comprar una flor todos los días. Él me contestó con una sonrisa tímida que las monedas que alcanzaba a recolectar en un día le alcanzaba para un pequeño almuerzo y para una pequeña cena, ambos platos preparados del supermercado, calientes, con sabor ligero a comida de verdad. Pero que su vida en la calle le había echo darse cuenta cómo la gente pasaba frente a él con una cara de estrés, apurados, enajenados en su música. Sentía que la gente había olvidado su naturaleza de ser personas para entrar en un sistema que los hace ser maquinas funcionales. Eso me dijo por ver cómo los uniformes los hacían parecer a todos iguales. Me dijo, también, que en sus 7 años viviendo en la calle había aprendido el valor de lo vivo, en una ciudad llena de cemento, invadida por grandes rascacielos, agujereada por gusanos de metal, con olor a gases lacrimógenos, con luces amarillentas que no dejan ver la realidad gris y oscura. Me contó que había tomado la decisión de respetarse y sacrificar la cena por tener todos los días una flor junto a él, flor que no resistía el frío de la noche y en la mañana estaba marchita, por eso todos los días compraba su flor favorita, ya que puede que él sea un vagabundo, pero no tiene porqué vivir en la suciedad, decidió sacrificar un poco de vida por no vivir en la miseria.